Era la misma vista aérea del puerto que mis ojos habían contemplado hace un año, mientras mis piernas subían las mismas escaleras, pero, mis manos ya no se aferraban a sus manos. Ahora caminando por el más sublimemente decadente de los cerros, me doy cuenta que valió la pena, volver al puerto que me vio crecer, esta vez, sola.
Fue la primera vez más planificada en la historia, lo recuerdo como si fuera ayer. Yo quería que fuese allí, y él quería que fuese conmigo. En el puerto comencé a escribir las primeras líneas del cuento más significativo de mi vida, en el puerto sellé etapas, en el puerto rompí en llanto al confesarle a la compañera de mis días qué aún recordaba esos ojos y en el puerto aprendí que nadie puede morir sin un orgasmo porteño.
Y a pesar de que hoy estoy sola en el cerro, recuerdo sus grandes manos, mis grandes ganas, los grandes gemidos, y lo grande que me sentía… Ah! También recuerdo lo grande que se sentía… y así, los gritos se evaporaban en el viento del Cárcel que me vio liberada en la eterna sonrisa, en la pequeña muerte, que de verdad, solo logró que me sintiera más viva.
Como dejar de amar al puerto que me llama con voces agigantadas cada vez que necesito gritar, para liberar la presión capitalina; como dejar de amar al puerto que me regaló las noches más sudadas y más placenteras de la vida; como dejar de amar al puerto lleno de magia, de esa magia que me hace salir corriendo, bajar las escaleras, desesperarme en un suspiro, tomar la bicicleta y pedalear sin parar hasta llegar al plan… Las Heras, Avenida Brasil… me detengo ante la puerta verde, de la casa anaranjada con ventanales gigantes, pienso, no me ayuda, dejo de pensar.
Aló? – Golpeo la puerta-
¿Sí? – Se abre la puerta y sus ojos brillan-
Nuestros brazos se estiran y nuestras caras vuelven a sonreír, guardamos la bicicleta, nos tomamos las manos, y corremos por el centro de Valparaíso, hasta encontrar un colectivo que nos lleve al querido Cerro Cárcel. Llegamos, miramos juntos el puerto que hace un año habíamos dejado de mirar, sus manos se aferran a mi cintura, y yo me derrito en sus labios.
El puerto nos escuchó, estoy segura de eso, si no nos hubiese escuchado, el cielo no se hubiese oscurecido para regalarnos una de esas tardes que tanto amamos, esas tardes compartiendo la cama y el café –porque la leche sobra- esas tardes que se abren, solo para que el sol se ponga, y el cielo estalle en llanto, y entonces, nosotros, enloquecidos por el clima y nuestra compañía, nos vestimos rápidamente y salimos a recorrer los cerros porteños… y no nos importa mojarnos, porque sabemos que al llegar se viene lo mejor… dónde no existe nada seco, y lo que no se humedece, se muere.