“Desde niña me han gustado las plantas y sobre todo las flores, de los pocos años que fui al colegio recuerdo las poesías y los cantos, el esmero de mi maestra por conseguirme un delantal y los juegos con mis compañeras en la casa que formaban las bellas hortensias… luego mi tía me sacó de la escuela porque creía que sólo aprendería a escribir cartas de amor, si mi abuelita hubiese estado conmigo yo sería muy inteligente… ¡Ay! Cuanto amé a mi abuelita, ¿Y cómo no amarla? Ella lo dio todo por mí, hasta el último de sus días” (mamá)
Jamás podría olvidar nuestras conversaciones al calor del fogón de la cocina, es que la sazón de la comida diaria la daban las anécdotas de su vida, las largas historias contadas con lujo de detalle, las lágrimas, los cantos eternos, los chistes y nuestra compañía. Solíamos pasar horas en aquél lugar hablando de la vida, riéndonos de las locuras del tata o cantando a dúo. Recuerdo que mi mamá le dejaba una lista de palabras pegadas en el mueble para que ella me las dictara y yo era tan feliz, porque ella se sentía orgullosa con cada acierto gramatical mío… pero cuando en el mueble habían operaciones matemáticas ambas sabíamos que debíamos alargar la conversación lo más posible para que la hora se pasara volando y las operaciones no tuvieran solución.
Cada mañana subía a mi dormitorio con una vasija llena de agua tibia y me decía: “Ya huachita, a lavarse la cara y levantarse porque vamos a hacer el almuerzo” y yo comenzaba mi día de lo más sonriente porque sabía que luego del lavado venía el peinado, y mi mamamama siempre fue la más delicada con mi larga y enredada cabellera. Con sus manos tiernas dividía mi pelo en dos partes y sus dedos corroídos por la artritis trenzaban, mientras cantaba una canción o me contaba las locuras que mis primos habían hecho mientras yo estaba en el colegio. A la hora de almuerzo ambas sufríamos porque el tata se enojaba cuando yo no comía la carne y ella, siempre tan parsimoniosa me explicaba que en África habían niños que se morían de hambre, claramente yo contestaba alguna tontera justo cuando mi mamá llegaba a la casa y el almuerzo terminaba con un reto gigante, una pequeña llorando y con mi mamamama retando a mi mamá por hacerme llorar.
Así recuerdo mi infancia… repleta de ella en cada rincón. ¡Ay! Cuanto amo a esa mujer chiquita que me canta y me hace feliz, cuanto sufrí cuando partió a vivir al litoral para descansar de esta asquerosa ciudad, cuanta falta me hacen sus cariños en la cabeza, cuantas veces he gritado su nombre esperando que llegue de improviso a la casa y haga arroz con leche para comer antes de dormir la siesta.
La mamamama no se imagina que esta mujercita es lo que es gracias a ella, la mamamama no sabe que aún recuerdo cómo brillaron sus ojitos aquél día en que dejé de llamarla mamamama para llamarla Mamá… pero ella está a punto de saberlo. Sin embargo, el mundo jamás sabrá de nuestro pacto de amor eterno, de nuestras cartitas y nuestros secretos, y aunque el mundo lo sepa, jamás podrá comprender que amo a esa viejita chica más que a todo lo existente y que por ella me levanto cada día, por ver sus ojos brillar una vez más al contemplar mi rostro diciendo “Lo logré mamá: Acá está la mujer que prometí ser; Libre e íntegra, con convicciones y sueños”